LÍQUIDA FRONTERA
Cerca de la
costa reina siempre un inquietante mar de fondo. La turbulencia de la corriente
nos arrastra y nos impide, por momentos, distinguir las luces en el horizonte
que nos orientan hasta la orilla. Flotando en la superficie, avistamos la untuosa mancha de petróleo, restos de
peces, algas muertas y plásticos que bordea la playa.
Resistiendo su
nauseabundo olor, nadamos hasta ella para impregnar nuestros cuerpos de una
segunda piel, oscura y resbaladiza, que nos camufle entre las sombras de la
noche sin luna. Invisibles para los guardacostas, conseguimos dejar atrás la
líquida frontera que nos imponían las aguas.
Frotándonos
contra la roca firme de los acantilados, nos desprendemos de nuestra cola de
pez y caminamos torpes, por primera vez sobre unas piernas, tierra adentro.
(Relato presentado al concurso #UnMarDeHistorias de Zenda)
LA ASAMBLEA
Roberto le ha puesto a su mamá
los pelos amarillos. Todos ríen cuando la profe le pregunta que por qué. Porque su mamá es dorada como el sol,
dice. La ha rodeado con un gran círculo, también de color amarillo. Y con
rayos. Todos aplaudimos.
Jenny, la ha dibujado junto a un corazón gigante coloreado de rojo;
aunque está regular porque se ha salido por muchos sitios, la profe dice que está
muy bien, porque a veces, de tanto
cariño como le tenemos a nuestra mamá, no es posible encerrarlo todo dentro de
un dibujo. Jenny asiente con la cabeza moviendo las coletas y ríe con sus
dientes tan pequeños. A mí me gusta Jenny. Le doy besos en el recreo cuando
hacemos cola para el tobogán. Cuando seamos de primero seremos novios – ahora
somos pequeños, estamos en infantil –. Yo creo que por eso ha escrito la
palabra amor en su dibujo. De rojo y enmarcada de azul y amarillo (mi color
favorito) como si fuera un cuadro.
Otros niños también han escrito
palabras: beso, cariño, abrazo, guapa, ternura… Incluso comida y limpieza. La
profe las va colgando de una cuerda con pinzas en el rincón de la asamblea,
junto al letrero de letras preciosas “Día de la madre”, sobre nuestras cabezas.
Ahora me toca a mí. Mi palabra es
“te quiero”. Me da un poco de vergüenza. Se me abren mucho los ojos y me cuesta
sonreír. Jenny me tira un beso. En el pecho siento un pajarillo temblar. Lleno
de orgullo, enseño el dibujo más bonito que he hecho nunca pintado con todos
los colores del arco iris. Agarrado de sus manos, me he dibujado entre mis dos
mamás.
(Relato presentado al concurso de Zenda Historias con orgullo)
CUESTIÓN DE UN MINUTO
15:25 pm, cinco minutos para la
reunión con Bermúdez y la ejecutiva. Tomo el dossier de finanzas y las gráficas
del balance anual —en las que he trabajado sin descanso, día y noche, renunciando
a mi fin de semana con las niñas— y las introduzco en el maletín.
15:26 pm. Voy justo de tiempo.
Salgo apresurado. Caigo, ya en el pasillo, en que he dejado el pendrive con la
presentación de los últimos lanzamientos conectado al ordenador. Reconvengo. Aceleradamente,
fuerzo la expulsión del hardware de forma segura y lo guardo en el bolsillo
derecho de la americana.
Antes de cerrar, miro la hora en
la pantalla: 15:27 pm. Me abrocho la corbata sobre el cuello de la misma camisa
de ayer mientras espero la llegada del ascensor. Tres minutos serán
suficientes. En un minuto estaré ante la puerta del gran despacho de la última
planta. La planta desde donde se contempla lo que, desde aquí abajo, yo tan solo
alcanzo a imaginar. El entramado de calles y edificios a tus pies, toda la
ciudad a vista de pájaro y, más allá, la boca de la ensenada abierta al
Pacífico como una fantasía hecha realidad. Del otro lado, muy al fondo, el azul
lejano de los montes, un continente que algún día me gustaría explorar…
Timbrazo urgente en el penúltimo
minuto: 15.28 pm. Luz roja en la línea de comunicación interna. Atención
inexcusable. Retrocedo. Típico de Bermúdez, acosar en los momentos clave. Deje
de bronca en la voz. Que qué cojones pasa que no estoy ya allí. Están todos,
hasta el último..., bueno, menos el último mono. Y qué carajo, es viernes y
están sin aire acondicionado, que siempre se estropea cuando más falta hace.
¡Claro que tienen las ventanas abiertas, como coño si no, pero maldita si se
mueve una brizna a esta hora!
15:29 pm a todos los efectos. Reparo
en mi cara sin afeitar. Lo que faltaba. Irremediablemente llegaré tarde. Cuestión
de un minuto.
Suena la alarma: 15:30 pm,
reunión. El móvil escapa de mis manos. El temblor me sacude. Todo se derrumba
ante mí en un instante. Con estrépito ensordecedor, el edificio cae sobre sus
cimientos como un peso muerto. Solo resisten las crucetas de hormigón, que
sustentan aún mi oficina en la entreplanta, sobre el garaje subterráneo de la
empresa.
Pienso que tampoco aquí va a
correr el viento.
Manuel Bocanegra
(relato presentado al concurso historias de viento de Zenda)
GUAU Y MIAU
Juanito, “el marejhaílla” para los pescadores, gasta verbo fácil y siempre tiene
una palabra y más, un relato farragoso de marinerías para quienes se acercan a
su rincón en la barra, donde vive ininterrumpidamente de sol a sol, como farero
del mar de la alcoholemia. Si, además, le llenan su copa de número cinco, ese vino corriente del que
es amigo íntimo y con el que habla de continuo, despliega su arte de borracho
de cantina y transmuta en estentóreo actor; suspende – grandilocuente – un
aspaviento en el aire y, obsequioso, se dobla por la cintura y agradece
reverencial la invitación.
Cuando Luis, el dueño del bar, se
dispone a echar el cierre, Juanito es ya un guiñapo meado sobre la última mesa
del salón. Como cada noche, el pacientísimo Luis, sale y silba largo y fuerte
hacia el fondo oscuro del callejón del puerto. Solemnes, moteados de basura y
farol, comparecen Guau y Miau.
Capitán Marejhaílla, braceando
entre los batientes de la puerta, ordena balbuceante: “¡Rumbo norte!”. Miau,
delante, orienta la proa camino a casa; Guau, a su espalda, entierra el hocico
en la entrepierna del patrón fijando el balanceo y empuja, cuesta arriba, marcando
el ritmo oscilante del navío.
(Relato presentado al concurso del blog Esta noche te cuento en la convocatoria de enero-febrero de 2017)
NOCHE SEÑALADA
En una mano la suya apretada y
sudorosa. La otra agarrada al talismán contra el demonio oscuro que nos dio el
hechicero en la montaña. Implorante, entono el rezo para que los dioses nos
protejan y ella deje de oír, por un momento, el rugido lejano que va aumentando
a medida que nuestros pasos avanzan en la oscuridad. Ninguna voz sigue a la
mía.
La multitud de cuerpos invisibles
se deja arrastrar, anulada la voluntad y la palabra, en la noche sin luna. En la
noche señalada. El silencio es huella indeleble del miedo que vacía el corazón
de los cuerpos. Hace muchos días que nadie entona nuestros cantos de gozo. Intimida
su cercanía. Presagiamos su poder sobre nosotros. Ningún quejido, ni siquiera
un lamento, a pesar de que son muchos los que sangran de heridas recientes, los
que se duelen del alma arrancada que dejamos atrás.
En un recodo, se deja oír con
toda claridad su bramido. Está muy cerca. El espanto acelera el ritmo de los
cuerpos. Algunos pasan a la carrera. Casi la arrancan de mi mano. Nos domina su
hondo respirar salvaje. Espera a sus
víctimas. Penetrante, su olor inconfundible lo delata al acecho en su guarida. Nos
espera a nosotros. Acre y salino se huele su sudor de bestia. Se adhiere a la
piel y nos corroe las entrañas como un ácido. Es él nuestro destino.
Su mano clava sus pequeñas uñas
en mi palma. Atenazada se niega a caminar. Noto su cuerpo rígido, envarado.
Sabe por los cuentos de los ancianos de la tribu que los niños son presa de su gusto.
Tiro de ella como de un peso muerto. La arrastro tras de mí a su pesar. Ni
parar, ni retroceder podemos. Solas en la noche sería peor muerte que morir a
manos de él. Cuerpos tropiezan con los nuestros y nos impelen a la marcha. Una
mano sobre mi espalda es suficiente para sentir calor humano y las lágrimas
afloran en mi debilidad. Lágrimas que ella no puede ver. Temo morir. Morir sin
luna, morir sin verla. Me muerdo los labios para encontrar la rabia necesaria.
Salvarla a ella. Mi bien. Mi luz. Al precio que sea. Hasta el de la propia vida. Que mi sacrificio no sea en vano, pido a los dioses.
Las pequeñas convulsiones en mi
mano, me dicen que ha roto en llanto. Se hace mío su terror de hija. Estamos
frente a él. Oprime el pecho su presencia invisible. La densidad de la noche
cambia de piel; la oscuridad se confunde con su aliento húmedo que nos empapa
en ácida saliva. Inmisericorde, despliega su ataque inclemente. Su cólera
encrespada engulle los cuerpos, los devora en oleadas. Aterrorizada, grito en medio de la nada
invisible y no me oigo. Más fuerte y no me oigo. Siento su poderío alzarse
sobre mí y no le veo. La baba fría que desprende su boca enfurecida alcanza
nuestros pies. El ímpetu de su lengua
nos derriba soltando su mano de la mía. El pavor me sacude. Es el fin. Él es el
destino.
A ella no. Ven por mí, digo
mientras consigo aferrar entre mis dedos parte de sus vestidos o de su pelo
mojado. Huele como huele él, pero aunque mojada, su piel es piel de la mía.
Reconozco en mi tacto el tacto de mi propia carne. Sujetándola contra mi pecho,
encaro la siguiente embestida de sus fauces confiada al talismán que muerdo
entre los dientes. Brama y me golpea y yo, grito. Más fuerte aún. Casi tan fuerte como él, grito
desgarrada. A ella no, a mí, a mí, impío, digo en mi rezo.
Sus pequeños brazos rodean ahora mi cuello,
tenaces como una cadena, y avanzo debatiéndome entre las húmedas garras por
unirme al grueso de cuerpos que flotan
juntos sobre el infierno sombrío de la lengua de la bestia. Manos invisibles
nos toman y caemos al fondo golpeándonos con el duro suelo de la barca. Entre los
cuerpos que han escapado, se oye una voz que habla nuestra lengua y ordena
sentarnos.
Su pequeña mano se refugia de
nuevo en la mía. Su cabeza en mi seno. Sin fuerzas, entono el rezo de
nuestro pueblo, lo deslizo en su oído como una pócima para calmarla y aprieto
el talismán sobre su pecho, que late ya sereno en mi mano. Seguimos vivas. El
sueño la vence sobre mi regazo frío. El ruido del motor se sobrepone al
bramido, nos aleja de las fauces batientes como empujados por un viento
favorable de los dioses.
A lo lejos, al fin, veo los ojos
del monstruo que describieron los ancianos. Brillan parpadeando insaciables en la noche. Reclama aún nuestros cuerpos
ateridos como pago por la travesía.
Manuel Bocanegra
Relato presentado al concurso literario de Historias de Miedo de Zenda.
Desde la entrada ya ve el
resplandor de luz sobre el parqué del pasillo. Juan se ha dejado abierta de
nuevo la puerta del frigorífico. Se lo
dice continuamente, “… tienes que empujarla con la mano para que haga ventosa”,
pero él ni se entera. Con los trastornos que está sufriendo últimamente, siempre
tiene la cabeza en otra parte.
Al dejar las llaves encuentra las
de Juan sobre la bandeja plateada donde acostumbra. Su cazadora, la de diario,
está en la percha. Entonces, está en
casa. Pues no son horas. Habían quedado en que él haría la compra después del
trabajo. Habrá vuelto a sentirse indispuesto.
Le llama sin obtener respuesta.
“¿Juan, estás en casa?”. Todo el salón está en penumbra con las persianas
bajadas. “Estará echando una cabezada en el sofá, le dejo un rato”.
Piensa en cerrar el frigorífico,
pero antes pasa por el baño, una urgencia ordinaria. La cortina echada y la
falta de toalla se lo dejan claro. Se ha dado una ducha y no ha puesto toalla
limpia. Muy suyo. El suelo todo mojado. Ha pasado la fregona, pero sin
estrujar. Se enfurruña. A saber cómo habrá dejado la bañera. Mejor ni mira.
¡Vaya hombre!
Y hasta un zapato olvidado junto
a la papelera. En cuanto se despierte, va a tener unas palabras con él. El
orden de la casa es cosa de los dos.
Y ahora, al levantarse y tirar de
la cisterna ve, con la luz del baño, el suelo del pasillo también mojado. No es
posible. Ha ido arrastrando la fregona sobre el parqué hasta el lavadero por no
traer el cubo. Y el colmo es con qué ha rayado la pared y la puerta del dormitorio.
Varios arañazos profundos en una y otra.
Ganas le dan de despertarlo le duela o no la cabeza que, últimamente, es verdad
que le ha estado doliendo, más bien, atormentando. Lleva días ensimismado, con mirada ausente. Como ido. Trastornado. Sin
ganas de nada, ni de hablar con ella. Hasta le ha contestado alguna vez con
palabras gruesas. El estrés es la razón que aduce él cuando le pregunta. Pero a
ella está empezando a preocuparle. Que descanse, bien; pero van a tener unas
palabras en cuanto se levante.
Frente al baño, abre la puerta del dormitorio casi por
inercia. En penumbra también. Debe tener un ataque de los fuertes. “¿Se habrá
caído y de ahí esos arañazos?” Un
vértigo, seguro. Se alarma. Va a despertarlo al salón entonces, para quedarse
tranquila. Duda un momento. Antes pasará por la cocina. El frigorífico abierto
le saca de sus cabales. Todos los días se lo dice. Que empuje con la mano para
que haga ventosa. Qué trabajo iba a costarle. Pero, ahora, cuando se dirige
hacia ella, la puerta del frigorífico está cerrada y advierte que la cocina
está en penumbra también. Se extraña. “Juan, ¡no me estarás gastando una broma!”
Rápido, se gira sobre sí misma, le parece haber visto una sombra cruzar desde
el dormitorio al baño. “No tiene ni chispa de gracia”. A Juan nunca le ha dado
por cosas como esta. Se sorprende cuando un leve escalofrío le recorre la
espalda. Se sobrepone. “Tonterías”. Se dirige decidida hacia el baño dispuesta
a terminar con el juego, aunque le invade una extraña sensación de incomodidad
que no acaba de definir.
Pero no tiene tiempo de concretarla.
Inesperadamente, suena el teléfono. Llaman al fijo. Sin saber por qué corre
alarmada para cogerlo. En pensamiento se dice que para que el sonido del
teléfono no despierte a Juan. Después de todo, sabe lo que está pasando entre
el exceso de trabajo, lo de su madre y el fiasco de hacienda. Está tan
trastornado estos días… Lo descuelga del supletorio del pasillo, dando la espalda
a la cocina. Así, vigila el baño. Hace un momento le ha parecido que Juan se
escondía allí. Entonces, no está durmiendo… o sí… Se siente confundida. ¡Maldita
gracia tiene la broma! De nuevo, el escalofrío sube por su espalda. Tonterías.
“¿Sí… quién es?” Espeta enérgica,
tratando de infundirse valor. Es Luis, el compañero de trabajo de Juan, para
preguntar si es que está enfermo. Le ha estado llamando al móvil y no contesta.
Como no ha ido al trabajo. Cómo qué no. No. No, a ella tampoco le ha llamado.
Tartamudea un poco. Juan no es así. O no era así. Estos últimos días Juan ha
sido otro. Metido en sí mismo, ajeno, negándose hasta a contestar las llamadas.
Ya se cansarán, decía sin más explicaciones. Siente las manos sudorosas cuando
cuelga. Temblorosas.
Azorada trata de atar cabos. Toda
la casa en penumbra, Juan no ha ido al trabajo, el agua en el suelo del baño, la
cortina echada, el zapato, los arañazos en la puerta y la pared del dormitorio.
Significan algo. Duda. Pero qué significan. De pronto, observa cómo el
resplandor de la luz del frigorífico atraviesa entre sus piernas y refleja en
el parqué. Su extrañeza cobra forma de sospecha y siente miedo. Algo en su
interior se dispara y le dice que salga corriendo. Y va a hacerlo. Pero se
detiene aturdida. La inercia de la costumbre le hace reaccionar y se vuelve
para cerrar la puerta del frigorífico, de una vez por todas, incapaz de
resistirse. Será solo un segundo, se dice. Casi violentamente se gira contra su
voluntad. Después, huirá a toda prisa.
Pero no puede. Queda paralizada
frente a la rendija abierta. La luz del frigorífico ilumina el horror que
reflejan sus ojos. Un grito se ahoga sin salir en su garganta y entra en pánico.
La urgencia ordinaria asalta sus muslos mojando sus zapatos y el parqué.
Impotente, convulsiona presa del shock que la invade.
Con espanto, oye una voz ronca a
su espalda, que cree reconocer: “Hay que empujarla con la mano para que haga
ventosa.” Desde atrás, una mano empuja la puerta ocultando a su vista la cabeza
de Juan, que reposa con los ojos abiertos sobre la bandeja de las verduras.
Manuel Bocanegra
Relato presentado al concurso de historias de miedo de Zenda
REGRESO
"El andén de la paciencia" de César Martínez Tagle, foto ganadora del concurso "Metro desde tu móvil" de Metro de Madrid en 2010 . |
REGRESO
El viaje cerrado incluía el
regreso a la misma estación de partida. Justo después del mensaje de
información que anunciaba la mía como la próxima parada, recibí el whatsapp: me
esperaba. Atónito, tomé mi equipaje y descendí absorto y descreído, pero allí
estaba: era yo mismo quien acudía a recibirme.
(Microrrelato publicado en el mes de mayo de 2016
en el blog "50 palabras")
LA PERLA
Hermosa en su serenidad, contemplé su delicado cuello de cisne al apartarle el cabello. Entonces, fulguró sobre el lóbulo y su brillo de nácar hizo palidecer al afilado acero.
-Un recuerdo de mi madre - concedió altiva María Antonieta.
- No tema, mi reina - la consolé como verdugo - caerá en buenas manos.
(Microrrelato finalista en el mes de junio de 2016
en el blog "50 palabras")
ORÍGENES DE LA FONÉTICA DEL EGO
El hombre camina delante y alumbra
el angosto pasillo con el fuego de una antorcha. La mujer sigue sus pasos envuelta
en pieles. Al final del corredor de piedra, ilumina el techo de la cueva.
−¡Ah!
−Uhm.
−¿Uuuhm?
−¡Yo!
La incipiente eufonía resuena entre los bisontes pintados de la cúpula.
(Microrrelato publicado en el mes de junio de 2016
en el blog "50 palabras")
ESTANCIA OBLIGADA EN EL CASTILLO DE LOS MONSTRUOS
Anoche, el fantasma malo, me robó
el pelo mientras dormía. Hoy me vigila la serpiente de un solo ojo colgada del
cuello del monstruo verde sin boca. Las brujas blancas retienen a mis papás
tras la ventana encantada; me sonríen llorando, como en una pesadilla. Pienso
despertar cuando me cure.
(Microrrelato publicado en el mes de agosto de 2016
en el blog "50 palabras")
MOVIOLA
Muere en la habitación del
hospital donde su esposa da a luz a su hijo a una manzana de la iglesia donde
contrae matrimonio y la conoce en el instituto de la calle donde le bautizan en
la iglesia que dista una manzana del hospital donde ahora acaba de nacer.
(Microrrelato publicado en el mes de septiembre de 2016
en el blog "50 palabras")
No hay comentarios:
Publicar un comentario